March 30, 2017

PAPITO CHUCK – EL PADRE DEL ROCK AND ROLL EN EL RECUERDO

Publicado en Revista Madhouse el 30 de marzo de 2017



Creo que me topé por primera vez con las palabras “Chuck Berry” cuando tenía 9 o 10 años. Como buen curioso prematuro, ese estado impertinente me llevó a interesarme en el rock desde muy temprana edad. Así, los títulos que en aquel momento componían mi cuidada colección de discos (los de Carlitos Balá, los de Titanes En El Ring, el de Gaby, Fofó y Milki y demás elepés que reposaban junto al Wincofón) se vieron súbitamente obligados a aceptar a los nuevos miembros de la familia, que para colmo hablaban en otro idioma. El detalle de ser hijo único tampoco ayudaba, al no poder contar con ese hermano mayor del cual uno siempre podía nutrirse a la hora de ponerse a escuchar música en casa para ir adentrándose en la materia. Por lo que no me quedaba más remedio que alimentar la compulsión de forma autodidacta.


JOHN, PAUL, GEORGE, RINGO… Y CHUCK
Para entonces ya había tenido el mejor de los debuts imaginables de la mano de “Los Más Grandes Éxitos de Little Richard”, que créase o no hasta tenía su propia publicidad en TV (¿cómo no dejarse seducir por ese tipo que aullaba salvajemente cantando “Long Tall Sally”, la canción que sonaba de fondo?), y le rogué a mamá me lo compre lo antes posible. Así las cosas, y también por insistencia mía, ella también solía llevarme cada semana hasta un local de compra/canje de libros y revistas usados que quedaba a unas cuadras de casa, que también vendía vinilos y demás ofertas sonoras y de donde me traje inicialmente una versión nacional en cinta de “Beatles For Sale”, a la que terminé gastando hasta el más allá en el pasacassette Philips que me habían regalado por aquellos días, y el cual se convertiría en mi compañero permanente en mis primeros tiempos de apetito musical. Pero fue recién cuando conseguí la recopilación de los Beatles “Rock And Roll Music”, un disco doble lanzado en 1976 (cuyo lado 2 abría precisamente con la canción que le daba nombre al álbum), que puse atención en el título de ésta, más precisamente porque aparecía seguido de un detalle que, entre paréntesis, rezaba “(Berry)”.
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Eran años de descubrimiento permanente, lo que explica a las claras el motivo ridículo que me llevó a concluir que los nombres que aparecían detrás de los títulos de las canciones indicaban quienes las cantaban. Por lo que para mí los Beatles no eran los cuatro que aparecían en la tapa del cassette, sino siete. Y me encontraba absolutamente convencido de que era así. Estaban Lennon, McCartney, Harrison, Starr, Leiber, Stoller y Penniman, todos los que estaban entre paréntesis. Los Beatles eran siete, entonces, y a nadie se le ocurra venir a discutírmelo. Pero mi grito de guerra no iba a durar mucho, cuando algo después llegó el desengaño gracias a una nota de la señera revista Pelo que hablaba de un tal Chuck Berry (hasta el momento, según mi entender, integrante de los siete o más de Liverpool, vaya a saber uno) y de quien, según rezaba el artículo, los Beatles habían grabado canciones suyas. El creciente enigma me obligó a releer los detalles de “Rock and Roll Music” y concluir que todo se trataba de un gran error. Encima Berry era negro, tocaba la guitarra, también cantaba, y sus canciones habían sido grabadas aproximadamente por medio planeta Tierra. Aquello de “(Berry”) también aparecía en muchos de los álbumes de los Rolling Stones, con los cuales ya había comenzado a engancharme paralelamente. Una de dos, me dije, o el dichoso Berry tenía un pariente que también cantaba y/o firmaba canciones, o bien estaba frente a un músico único en su especie que había logrado ser integrante de las dos bandas inglesas de rock más insignes al mismo tiempo. Hasta que en otra revista, un reportaje a Keith Richard (el guitarrista de los Stones todavía no había vuelto a agregar la “s” original a su apellido) prodigaba loas a -otra vez- un tal Chuck Berry, citándolo como la mayor de sus influencias a la hora de ejecutar su instrumento.

CHUCK EN BUENOS AIRES
Para entonces el mundo ya había consagrado a Richard como el más directo de los hijos artísticos de Berry desde hacía tiempo, su discípulo más incondicional (al cual alguna vez se refirió apuntando “es todo lo que quería ser, excepto que yo era blanco”) y sin el cual entonces los Stones no hubieran sido quienes fueron sin la guitarra de Keith Richards, la guitarra de Keith no hubiera sido lo que fue sin Chuck Berry, y de esa manera, los que más tarde se iban a convertir en la banda de mis amores más que seguramente hubieran quedado como un poderoso grupo de blues y R&B que tocaba para unos pocos en la moderada escena del género en la Londres de principios de los ’60.  Así fue como también terminé volviéndome un fan definitivo de Chuck Berry, sin cuya adoración por su figura tampoco estaría ahora escribiendo este texto, a días de la noticia del fallecimiento de la figura central de esta historia. Y de la historia del rock and roll con mayúsculas, no sólo como compositor y ejecutante de buena parte del ABC musical de los 50 en adelante (los riffs de Berry representan más marca registrada definitiva que cualquier otra cosa, y prácticamente no hay canción que no tenga algo de ello) o performer (detrás del “duck walk”, su clásico pasito en escena, se destaca como primer compositor y héroe indisputable de la guitarra rock), sino por su rol de poeta urbano inmenso, la menos observada de sus condiciones, acaso eclipsada por su teatralidad descollante. Todos los méritos que le valieron la medalla de constructor primordial del género musical que le dio formato al mundo como ninguna otra desde “Johnny B. Goode” en adelante, que eventualmente incluía el solo de guitarra más dulce y simple que se pudo concebir alguna vez, sumado a todas aquellas canciones que creó, permitiendo configurar un nuevo tipo de poesía musical con sus constantes alusiones a la vida adolescente de los 50 y 60 plagadas de autos, sexo y problemas cotidianos, introduciendo un vocabulario enteramente nuevo en la música popular de aquellos años dorados, parte de una tierra prometida a la que todos aspiraban. El más importante de los escritores de letras de la historia del rock, Berry podría haber sido tranquilamente candidato al Nobel de Literatura, sólo si su poesía hubiera sido algo menos mundana. De hecho fue Charles Edward Anderson Berry (St. Louis, Missouri, 18 de octubre de 1926) quien, entre tantos, influenció a Bob Dylan y no al revés. Todo músico de rock que alguna vez se decidió a tomar una guitarra le debe a Berry su carrera, al mismo tiempo que sus letras constituyeron el molde inicial para muchos de los clásicos del rock, desde “Satisfaction” (que incluye la estrofa “if I don't get no satisfaction from the judge” en la canción de Berry “Thirty Days”) o “You Can’t Catch Me” (de la que Lennon usó “here come ‘ol flat-top, he come groovin’ up slowly” en “Come Together”) y hasta el mencionado Dylan, cuyo “Substerranean Homesick Blues” utilizó la métrica de la berryana “Too Much Monkey Business”. Todo porque Chuck Berry es, eventualmente, irremplazable.

En 1987, estando yo en Rio de Janeiro, cometí el error de acercarme a Modern Sound, la que era la gran disquería especializada en vinilos importados (hoy día extinta) apenas un día antes de mi regreso, por lo que el escaso presupuesto con el que contaba no me permitió ni siquiera comprarme el cinco por ciento de los discos que me sonreían desde las bateas, que hubiera adquirido orgullosamente de haber sido otra mi situación económica. En rigor me alcanzó para dos, uno de ellos una versión francesa del sello Chess (la escudería dorada para la que Berry grabó en sus años dorados y con la que obtuvo 25 éxitos definitivos en el Top 100 entre 1955 y 1972, antes de pasar a la compañía Mercury) de “Rockin’ At The Hops”, una de sus obras fundamentales, y asimismo literalmente de los pocos álbumes de estudio que registró, teniendo en cuenta que la mayor parte de su carrera discográfica, así como la de muchos de sus colegas de los 50, estuvo compuesta de singles que luego sí terminaron dándole lugar a muchísimas recopilaciones. Se habrán alineado los planetas, porque seis años después se anunciaba que Berry llegaría a Bs. As. Iba a ser su primer desembarco en el país (con dos shows en el estadio de Obras Sanitarias el 25 y el 26 de abril de aquel 1993), pero no en Sudamérica. Ya en octubre de 1980 había estado en Chile para una curiosa y poco recordada presentación en los programa de variedades de la TV chilena “Vamos a Ver”  y “Lunes Estelares”. Yo me moría por conocerlo, claro. Pero parecía ser que no había contacto de prensa que pudiera alivianar la tarea. Me basaba en las mil y una historias sobre lo difícil que era acceder a él, posibilidad (o mejor dicho, imposibilidad) que se potenciaba por su histórico mal humor del cual, a veces, muchas de ellas, Berry solía caracterizarse. Sin ir más lejos recordaba las varias oportunidades en que había rechazado a Keith Richards sin misericordia alguna, llegando incluso a la agresión física (a lo que me referiré más adelante), por lo cual no logré dejar de considerar también terminar siendo parte de esa historia, de ese “lado B” que distaba de la perfección.
Finalmente llegó esa tarde de sábado en que alguien me avisó que Berry iba a realizar una entrevista en vivo en el programa de Ari Paluch en la Rock & Pop. O bien lo escuché yo mismo, dato imposible de corroborar después de todos estos años. Pero sí recuerdo llamar a un amigo para que me acompañe, vestirme lo más rápido posible (la entrevista estaba por suceder en cuestión de un momento a otro), buscar mi disco de “Rockin’ At The Hops” (aquel que había comprado en Rio siete años antes), el marcador para que lo firme (siempre y cuando el destino me guiñara un ojo) y saltar de cabeza a un taxi en un vuelo sin escalas rumbo a los estudios de la calle Belgrano 270. No recuerdo quién, pero en definitiva alguien me habilitó el ingreso y, modestia aparte, logré presenciar aquel espectáculo sagrado para unos pocos: el de una entrevista al mayor de los arquitectos del rock’n’roll a escasos tres metros de distancia, una platea preferencial desde la cabina de control  del estudio radiofónico.


DISCO, BERRY, DISCO
Berry estaba vestido de Chuck Berry, con ese estilo clásico que solía favorecer: camisa de colores y pantalón claro con zapatos oscuros, más propio de un sexagenario paseando por la Av. Collins en Miami, o de un turista ocasional de fin de semana de Las Vegas. Demás está decir que a sus por entonces 65 años lucía impecable y buen mozo. Porque además de todo, Berry también era galán y bien parecido. Pero todo detalle estético quedaba opacado por el halo que emanaba de su figura, un diamante en bruto que destellaba su condición de estrella definitiva en medio de esa tarde gris enclavada entre el Bajo céntrico porteño y San Telmo. A su lado se sentaba una mujer rubia de aspecto claramente anglosajón, que yo interpreté como una posible manager, o amante pasajera. La entrevista no se extendió demasiado, por lo que mi alarma interior, esa que me iba a señalar el momento justo para poder interceptarlo una vez finalizado el reportaje, titilaba incansablemente casi al borde del cortocircuito. Todo mientras mis neuronas lidiaban con las mil y una historias de Berry sobre su clásico mal genio y cadena de delitos comprobada: Berry echando a Keith Richards del escenario en un concierto en el Hollywood Palladium de Los Angeles en el ‘72, Berry pegándole un piñazo, Berry martirizándolo en el ’86 cuando Richards ensayaba junto a él para el concierto del 60 aniversario de Papá Chuck, Berry cayendo preso por más que supuesta prostitución de una mesera de 14 años en 1961, Berry evadiendo impuestos y pasando otra temporada en la cárcel, Berry y su larga lista de excentricidades, Berry el tacaño tocando solamente con músicos locales para evitar gastos de traslado, Berry poniendo cámaras ocultas en los baños femeninos de su restaurante en su nativa Saint Louis, Berry el infranqueable y huraño… ¡Cuidado con Chuck Berry! Como fuera, el riesgo valía toda la pena imaginable ante semejante oportunidad única en la vida, y todo análisis resultaba en vano.  Entre tanto Berry y compañía ya habían finalizado la dichosa nota, y ahora se disponían a abandonar las instalaciones de la radio. Tanteé el panorama y sin más, con un cálculo logístico cuasi perfecto, me paré frente a su generosa estatura en la sala de entrada al estudio. Mi amigo, mientras tanto, cámara de fotos en mano, esperaba el momento indicado cual tigre acechando a su presa para pulsar el disparador.

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El halo enceguecedor desapareció cuando clavé mis ojos en los del gran Chuck, frente a frente, dos globos blancos que se destacaban en su negritud interminable y, sin más, me decidí a manifestarle mi bienvenida a Buenos Aires, al mismo tiempo que desenfundaba el disco de “Rockin’ At The Hops” que yo anhelaba, soñaba, que me firmase. Berry no opuso resistencia, tomó la fibra y estampó su nombre sobre la tapa del disco a la velocidad de la luz, seguido de un “smiley” inusitado (tanto es así que hasta se olvidó de escribir la “y” final de su apellido), carita que dada su simpatía alivianó la insufrible tensión del momento. Para lo cual a todo esto mi amigo se encontraba a un milisegundo de apretar el dichoso botón de la cámara, delicada misión que de haber resultado exitosa hubiera retratado el encuentro para la posteridad, Esto a menos que la rubia que lo acompañaba me advirtiera, casi como diciendo con la mirada “o atenete a las consecuencias”, que me olvide de hacerlo. No me quedó más opción que aceptar su sugerencia. Era eso o sacar la foto y salir cual correcaminos por Av. Belgrano con rumbo desconocido, y perder mi disco autografiado, ahora convertido en pieza de oro. Que Berry no me devolvió hasta que fue disuadido el intento fotográfico, nunca está de más aclarar. También hubo un apretón de manos final antes que, cual Superman, Su Majestad desapareciera tras la puerta de salida, seguramente aprontándose para las dos fechas en Obras, que resultarían  inolvidables.

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Al año siguiente quiso el destino que, estando yo de viaje por EE.UU. a punto de comenzar a seguir el Voodoo Lounge Tour de los Stones (que largó el 1 de agosto en Washington DC), el periódico neoyorquino The Village Voice me informe sobre un show conjunto de Berry y Bo Diddley la noche anterior, la del 31 de julio, como parte del festival Westbury Music Fair en Long Island, un doblete imposible de perderse que me obligó a irme desde Manhattan hasta allí momentos antes de mi partida a la capital del país, y que también quedó para el anecdotario de las grandes remembranzas.
Berry regresaría a Argentina recién casi dos décadas más tarde de su arribo original cuando, ya muy entrado en edad, el show en cuestión terminó resultando una conspiración perversa en conjunto de manos de una productora local y sus propios familiares; un sacrificio en vivo y en directo en el Luna Park de un señor ya muy entrado en años, completamente fuera de forma y de escasa capacidad de reacción debido a sus problemas de salud, y al cual  deliberadamente había decidido no asistir desde su mismo anuncio, temiendo lo peor. Una decisión sabia que me evitó presenciar uno de los espectáculos de más baja calaña que se han visto por estas tierras, en su lugar permitiéndome quedarme con el buen recuerdo de mis experiencias anteriores.

VOLVER AL FUTURO… Y VOLVERSE LEYENDA
Hay una gran secuencia en la película “Volver Al Futuro” en la que un joven Martin McFly (protagonizado por Michael J. Fox) toma una guitarra para unirse a una banda en escena -que poco y nada tenía de rock- y, tras disparar un arquetípico riff de Chuck Berry, termina encendiendo el lugar al ritmo del más puro rock’n’roll, mientras que el verdadero Berry, también caracterizado para la ocasión, escucha el batifondo por teléfono y aprende a tocar la guitarra gracias a Marty, convirtiendo a la escena no sólo en uno de los momentos más clásicos y mejor logrados de la historia de la gran pantalla, sino también en uno de plena revisión histórica con la más fina de las sutilezas.
El más fulgurante de los arquitectos del rock’n’roll, cuyo mayor éxito el cosmólogo Carl Sagan incluyó en el disco de oro “Sonidos De La Tierra Y Música” lanzado en la sonda espacial robótica Voyager I en 1977, tras varios años de lidiar con una serie de contingencias de salud, finalmente decidió abandonarnos el pasado sábado 18 de marzo, al ser encontrado sin vida a los 90 años de edad en su hogar de Wentzville, en su Missouri natal. Nos deja el más célebre de los legados musicales del más popular de los géneros musicales surgido hace casi siete décadas, y del cual Berry (que era más negro que la noche pero cantaba como un blanco) se convirtió en su mejor catalizador, al punto que nada de lo que llegó después podría haber prácticamente existido. Su arte y poesía, mientras tanto, seguirá permaneciendo como parte de una eternidad fiel a su condición imperecedera. En estos momentos debe haber una banda increíble de músicos en el cielo saltando de alegría, embellecidos por el arribo del guitarrista que comenzó esto del rock and roll.
Pensar que yo creía que eras inmortal, Chuck, y afortunadamente nunca me equivoqué.

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